Ruah de Dios

No habéis recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el miedo, sino que habéis recibido el Espíritu que hace hijos adoptivos, a través del cual clamamos: «¡Abbá! ¡Padre!» El Espíritu mismo, junto con nuestro espíritu, testifica que somos hijos de Dios. (Rm 8, 15-16)

 

La prueba de que somos hijos de Dios

¿El Espíritu «testifica» que somos hijos de Dios? ¿Qué significan estas palabras? No se puede tratar de una especie de atestado externo y jurídico como en las adopciones naturales, o como lo es el certificado de bautismo. Si el Espíritu es «prueba» de que somos hijos de Dios, si Él lo «testifica» a nuestro espíritu, no puede ser algo que sucede en alguna parte, pero de lo que no tengamos percepción ni confirmación.

Desgraciadamente, así es como se nos lleva a pensar. Sí, en el bautismo nos hemos convertido en hijos de Dios, miembros de Cristo, el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones…, pero todo esto por fe, sin que nada se mueva dentro de nosotros. Creído con la mente, pero no vivido con el corazón. ¿Cómo cambiar esta situación? El Apóstol nos dio la respuesta: ¡El Espíritu Santo! No sólo el Espíritu Santo que hemos recibido en el bautismo, sino el que debemos pedir y recibir siempre de manera nueva. El Espíritu «testimonia» que somos hijos de Dios; ahora testimonia, no «testimonió», se entiende de una vez por todas en el bautismo.

Por lo tanto tratemos de entender cómo el Espíritu Santo obra este milagro de abrir nuestros ojos a la realidad que llevamos dentro. La mejor descripción de cómo el Espíritu Santo lleva a cabo esta operación en el creyente la he encontrado en un discurso para el Pentecostés de Lutero:

Mientras el hombre viva en el régimen del pecado, bajo la ley, Dios se le aparece como un dueño severo, uno que opone a la satisfacción de sus deseos terrenales con eso perentorios suyos: «Debes…, no debes». No tienes que desear las cosas de los demás, la mujer de los demás… En este estado, el hombre acumula en lo más profundo de su corazón un resentimiento sordo contra Dios, lo ve como un adversario de su felicidad, hasta el punto de que, si dependiera de él, sería muy feliz si no existiera.

Si todo esto nos parece una reconstrucción exagerada, como grandes pecadores, que no nos concierne de cerca, miremos dentro de nosotros mismos y observemos lo que sale del fondo oscuro de nuestro corazón ante una voluntad de Dios, o una obediencia que atraviesa nuestros planes. En las tandas de Ejercicios Espirituales que tengo ocasión de predicar suelo proponer a los participantes que se sometan a una prueba psicológica por su cuenta para descubrir qué idea de Dios prevalece en ellos. Invito a que se pregunten: ¿qué sentimientos, qué asociaciones de ideas surgen espontáneamente en mí, antes de cualquier reflexión, cuando, recitando el Padre Nuestro, llego a las palabras: «Hágase tu voluntad»?

No es difícil darse cuenta de que inconscientemente la voluntad de Dios está conectada con todo lo que es desagradable, doloroso y todo lo que constituye una prueba, una exigencia de renuncia, un sacrificio de todo aquello, resumidaente, que puede verse como que mutilan nuestra libertad y desarrollo individual. Pensamos en Dios como si fuera esencialmente el enemigo de toda fiesta, alegría, placer. Si en ese momento pudiéramos mirar nuestra alma como en el espejo, nos veríamos como personas que inclinan la cabeza, resignadas, murmurando entre los dientes: «Si realmente no se puede prescindir… pues bien, hágase tu voluntad».

Veamos qué hace el Espíritu Santo para sanarnos de este terrible engaño heredado de Adán. Al entrar en nosotros, en el bautismo y luego en todos los demás medios de santificación, comienza mostrándonos un rostro diferente de Dios, el rostro que Jesús nos reveló en el Evangelio. Nos lo descubre como un aliado de nuestra alegría, como aquel que por nosotros «ahorró a su propio Hijo» (Rom 8,32).

Poco a poco florece el sentimiento filial, que se traduce espontáneamente en el grito:¡Abba, Padre! Estamos listos a decir como Job al final de su historia: «De oídas había oído hablar de ti, pero ahora te veo con mis propios ojos». (Jb 42,5). El hijo ha tomado el lugar del esclavo y el amor el del miedo! El hombre deja de ser el antagonista de Dios y se convierte en su aliado. El pacto con Dios ya no es solo una estructura religiosa en la que se nace, sino un descubrimiento, una elección, una fuente de seguridad inquebrantable: «Si Dios está con nosotros, es nuestro aliado, ¿quién estará en contra de nosotros?» (cf. Rom 8,31).

Padre Raniero Cantalamessa
Orden de los Frailes Menores Capuchinos
Predicador de la Casa Pontificia desde el año 1980
(De la Homilia de Adviento 2021)
Texto completo: www.cantalamessa.org

 

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